The only gift is a portion of thyself.
-Ralp Waldo Emerson
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El caballo es de piedra clara. Marcado con rayones verdes irregulares tiene las zarpas definidas con preciosismo. Porque es un jaguar, claro.
Muevo en L, busco el medio como marca el libro. Los escaques se repiten en verde agua y carmesí profundo. Mi posición no es mala. Sin embargo tengo que conseguir, por un puñado de turnos, que no salgan las torres enemigas. Pito distraído el pucho que, casi apagado, se eterniza en mi boca y alzo la vista.
Moctezuma está serio pero sonríe. Tiene los ojos negros y el pelo sucio lleno de plumas verdes y rojas. Con la mano izquierda se acaricia el cuello; con la derecha repasa, amplias, las jugadas que su mente (la compleja, la elemental, la infantilmente cruel, la lúcida mente de Moctezuma) le propone.
Pito otra vez y sé que sueño. Miro los trebejos sabiendo que otras cosas tienen que ocurrirme en este sueño. Las torres son pirámides, jaguares los caballos y yo no me reconozco. No quiero hacerlo. Siento esa resistencia gravitar como un montón de ratas enojadas dentro de mí.
El escenario es una parte despejada de la selva húmeda e infestada de insectos y olores antiguos.
Giro la cabeza y veo los yelmos brillando como un río limpio bajo el sol. Los 600 de Cortés, sentados y parados, en cuchillas y erguidos miran la partida sin interés. Los odio, intensamente. No sé odiar, porque no sirvo para ello, pero lo que me sale es lo único que puedo calificar como odio. Temo ese sentimiento. El temor sin bordes que se tiene cuando uno es un niño. El temor de no entender. Los 600 de Cortés podrían haber hecho algo. Algo por mí. Algo a mi favor, que es también lo correcto. Eso, también, lo pienso como un niño.
Otras cosas tienen que ocurrirme en este sueño. Al mal trago darle prisa, pienso, sin dejar de mirar como Moctezuma levanta el alfil del rey y se demora unos segundos en hacerlo correr, seguro, para proteger a su caballo del mío. Mi jugada es sencilla y lógica, inevitable, pero no la hago. Otras cosas tienen que ocurrirme.
Me lo impongo, decido hacerlo: miro hacia la derecha con el pucho clavado entre el índice y el medio de la mano derecha y disfruto, con angustia, de Helena. Abraza lateral a su hombre. La mano pequeña y blanca descansa, con cariño, sobre el pecho que considero erróneo. Las sonrisas de ambos desbordan de suficiencia.
“Es así todo el tiempo.” Pienso. “Todo mi puto tiempo. Toda mi ignorancia, todas las mentiras que me digo.”
El rey, mi rey, el rey blanco, naturalmente, es la pétrea efigie de Moctezuma. Sé lo que voy a hacer. Todos lo saben. Miro a los 600 y sigo odiándolos. Esto es lo que querían. Es lo mejor para todos, es no tener ni conflicto ni opinión. Prendo otro pucho y derribo al rey blanco con el dorso de la mano. No levanto la vista, no hablo, no me altero en lo más mínimo.
Me voy. Me voy de la selva y de los 600. Me voy del dolor y del ajedrez. Me voy de Moctezuma y de mis recuerdos. Me voy de la persona que no soy y no se reconoce y de las sonrisas que sólo son dientes. Me voy sabiendo que no me voy, sino que vuelvo. Vuelvo a mí porque es lo único que entiendo limpio.
Camino tres cuartos de pucho sin pensar en nada pero sintiendo de manera sorda y apagada (pensando en que la fabrico, en que la falseo) la sensación de que otras cosas tienen que ocurrirme en este sueño.
El camino es una alfombra gris claro, llena de pelos y caliente. Blanda y dulce a los pies, cálida y sincera. Es el vientre de un gato. Apago el pucho en la tapa de la caja -para no incomodar al suelo- y prendo otro. Sonrío. Es bueno caminar sobre un gato. Lo único que hay es sol y siento que algo más tiene que ocurrirme en este sueño.
Veo, allá, lejos, una silueta. Una campera demasiado grande que conozco no me engaña. El contorno de un pañuelo y el familiar dibujo de las rodillas me hacen sonreír. Levanto los ojos al cielo y los sé limpios. Hay un olor. Un olor a piel inocente y constante. “Olor a vida. Su olor”, pienso y creo que no me miento cuando camino hacia adelante.
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Despierto.


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