sábado, 2 de junio de 2007

Milton XXXIX



Y cuando despierto mis sueños son locura, maldición.
-Browning

Kisa sueña el sueño sensual y atento de los gatos.
Como todos sabemos los gatos, cuando sueñan, sueñan con tigres.

Hay sol y rige el cielo.
El calor es bochornoso. La humedad es mucha. El clima es perfecto.
Lame (sólo por lamer, sus sentidos -su atención-, están en otro lado) el agua cenagosa y tibia de la orilla del río. Antes de que se rompa en decenas de facetas circulares puede ver brevemente su terrible rostro de tigre: grande, suave, naranja, predador. Como el de sus padres y los padres de sus padres y los padres de ellos. Miles de anaranjadas generaciones rayadas en negro y blanco se juntan en ese rostro.
Entra con displicencia y gracia en el agua. Disfruta, con esa forma sensual y atenta de los gatos, de la sensación (si volara la sabría como la que sienten los pájaros al volar) del agua contra el pecho: la resistencia mínima de aquello que luego envuelve.
Nada. Elegante, como nadan los tigres.
Huele. La selva siempre huele a oscuridad, a sexo y a tierra; a vida y a muerte y a celo y a grito. También, cuando se dedica a oler, como ahora, huele a miedo y a caza.
Tiene apenas por encima del nivel del agua los implacables ojos de ámbar abiertos y expectantes. A cinco metros (ya son cuatro) un jabalí se limpia la piel en el barro seco de la orilla. Es una buena pieza: pequeña, carnosa, de cuello grueso. Está demasiado feliz mezclándose con el barro y el sol y el día perfecto como para poder oler, él también, su miedo y la caza. Como para escuchar a la infinita muerte naranja con dientes.
Ocurre.
Es un borrón de tigre y de sol y de agua y de cerdo. Naranja y rojo y verde y marrón.
Afortunadamente para todos la muerte en la selva es rápida y sencilla. Un par de patadas al cielo, un gemido ahogado que se escapa por un hocico pequeño que escupe sangre roja y brusca y brillante.
Kisa aprisiona el cuerpo mientras va perdiendo el calor bajo las poderosas garras blancas y negras. Mantiene la boca aún cerrándose, perfecta, sobre el cuello nudoso y manchado del jabalí.
Aún minutos después de que el jabalí dejara de presentar resistencia no tiene apuro en abrir las mandíbulas. Puede seguir el protocolo. Puede dejar que la adrenalina se vaya sola. Que la sangre acaricie, como un amante generoso, sus encías rosa profundo.
El camino de vuelta al cubil es tranquilo. Pleno de verde y olores familiares. El jabalí abunda en carne más no pesa mucho.
Huele, siente, sabe, como todas las madres, la presencia de sus cachorros.
Salen, con majestuosa torpeza, sucios y del todo tigres, a recibirla desde detrás de los juncos.
Son tres, huelen a saliva y a pis y a agua estancada y a amor y a mañanas pasadas.

Kisa gira mientras sueña y se acomoda. Y gime (muy bajito) ese gemido sensual y atento de los gatos.

Deja la comida en el suelo y procede a deshacerla con oficiosa prolijidad. A separar toda la carne de los huesos. A ofrecer los cálidos y jugosos órganos internos antes que otra cosa a la hambrienta turba que se pisa y se muerde para llegar primero. Con estudiado aburrimiento los corre con fuerza y amor de un zarpazo varios metros hacia atrás. Los cachorros (dos nenas, un machito, el cuarto murió en el parto) pestañean con perplejidad ante el doloroso cariño materno y vuelven a la carga todo dientes y entusiasmo.
Kisa se echa a un costado, satisfecha, a limpiarse las garras y el pecho.
Mira con orgullo como sus hijos hipan y comen atolondrados y extasiados la carne caliente y jugosa del cerdo. Mira, con ese sensual y atento amor de las gatas madres, sus terribles rostros de tigre: pequeños, suaves, naranjas, predadores. Como el ella y el de sus padres y los padres de ellos.
Y como las miles de anaranjadas generaciones rayadas en negro y blanco que engendrarán esos rostros.

Kisa despierta, se estira (ya imaginan como) y va a buscar su alimento balanceado (pollo y verdura, para gatos más bellos y para un pelo más brilloso) a la cocina. Después hace pis en su cajita con piedras y pide que le abran la puerta para ir un rato al techo de la fábrica de al lado a buscar un par de cucarachas para despuntar un poco el instinto.

A Kisa la castré a los cinco meses. Nunca va a poder ser mamá.

Kisa, cuando sueña, como todos deberíamos aprender, sueña con tigres.












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