Hace aproximadamente tres horas Milton volvió a acomodarse en mi pieza.
Llegó en silencio, con el hocico en alto, medio cartón de Gitanes sin filtro (yo creía que ya no se conseguían) y un piercing en su tercer pezón del lado derecho.
Dadas nuestras naturalezas (mi timidez, su desconfianza) y el parejo y contundente desconocimiento que nos profesamos (lo único que tenemos en común, salvo la coincidencia geográfica, es una ignorancia total sobre el otro), no hubo palabras, explicaciones ni disculpas.
Afortunadamente.
Se instaló cuan extensa es (no es que ocupe mucho, de todas maneras) sobre el puff de cuero negro y se dedicó prolija e intensamente a rebajar al nivel más difícil del Winning Eleven 8 al papel de la tercera de Cambaceres.
Acaso haya sido alguna sorda sonrisa mía al verla jugar, o quizá en su retiro se haya ablandado alguna puercoespinezca cuerda en su almita, no lo sé, pero creo haber notado cierto fulgor de aceptación en el fondo de sus brillantes ojos de tintero.
Una vaga sensación de alegría me acaricia.
Tal vez podamos llevarnos mejor.
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