“One event sometimes had infinite ramifications and could change the whole settings of a person’s life.”
―Gustave Flaubert, Madame
Bovary
Vuelvo de comprar puchos y una cerveza.
Hay un quiosco a una casa de distancia de la mía. Es, como muchos, una habitación de casa de familia que se hizo a estar llena de heladeras y Kesitas y a tener la ventana abierta entre las siete de la mañana y las once de la noche.
Salgo con el envase esmeralda (me encanta decirlo así, me siento un Lantern) en una mano y la billetera en la otra, con el último pucho colgando de la boca y en patas.
Hay tres personas en la arreglada y vuelta a romper vereda de la ventana del quiosco: una mamá (casera, masiva, cansada, con una insoslayable lección sobre como no maquillarse dictada a los gritos en la cara); un niño -su niño-, una bestia salvaje de unos cuatro años colgado de la reja de la ventana, con los pies pendulando a medio metro del suelo y una chica muy, muy flaquita a la que debo conocer de vista -de Domi, del barrio, no sé, me esforcé y no la saqué- porque me hace un gesto con la cabeza cuando llego para luego volver a mirar hacia adelante, mientras hace ruido con las llaves dentro del canguro que lleva y que le queda tres talles grande. Yo hago el mismo vago saludo con la cabeza y se me llenan los ojos de humo. Lagrimeo. Genial. Toso, además.
La madre ya compró su gaseosa y una Levité de manzana y se quiere ir. El chico da muestras inequívocas de que no se lo van a llevar sin un botín del quiosco si dar una buena pelea.
–Quiero unas Merengadas –abre el fuego con una sonrisa sucia y sincera.
–No podés –la madre no lo mira directamente, ya pasó por esto cien veces. Seguro mira a la pila de sus años perdidos–Tiene harina.
–¿No están hechas de merengue? –la pregunta es franca, se le nota en la cara.
Yo me pregunto qué cosa no te deja comer harina a esa edad. Debe ser algo malo como Galactus.
–Sí, pero tiene harina.
–¿Y las Ópera de qué están hechas? –ahora sabe la respuesta, pero no se va a entregar tan fácil.
El quiosquero mira a la chica del buzo gigantesco y no sabe si proceder atenderla o no.
–De harina –mamá guarda el vuelto en un monedero con forma de pescado lleno de papeles arrugados y lo mira sin expresión–. Vamos, Sebi.
–¿Y los alfajores de qué están hechos? –mira hacia dentro del quiosco, vencido pero orgulloso. Se agarra con más fuerza de la reja.
–De harina también –dice el quiosquero, que fuerza esa sonrisa "úsese en caso de niños" que tan poco le gusta a los niños. Exactamente igual que el chamuyo de un borracho.
–Y el universo ¿De qué está hecho? –la chica de adelante sonríe, deja de hacer ruido con las llaves. El quiosquero mira a la madre, la madre no mira nada. Yo sonrío, también. Vuelve a entrarme humo en los ojos. El pucho está prácticamente muerto.
–Vamos a casa, Sebi. Chau, Diego –mamá lo despega de la reja. Se resiste, pero no mucho. Ella lo maneja con una suavidad sorprendente para alguien que tiene un brazo ocupado con una bolsa doble con dos botellas y lo aterriza con lo más parecido a una sonrisa que le vi en estos dos minutos. Por un momento es hermosa.
–De hidrógeno –digo, tirando el pucho y secándome otra vez el lagrimeo. Me mira con la cara sucia y no dice nada–Es prácticamente todo hidrógeno.
–Y de tiempo –dice Buzo Gigante dando un paso hacia adelante, hacia la ventana y girando para verlo. Yo conozco el chiste, pero me sorprendo. De alguna manera en ese instante ya sé que voy a estar escribiendo esto. Y me sorprendo porque sigo, excediendo el The Universal Label.
–Y de soledad –agrego. Sebastián mira. Mamá mira. Luego se dan vuelta y se van para el lado de Maipú, de la mano. Él se gira un toque a los diez metros. Saluda.
Buzo Gigante compra una Coca Zero de litro y medio, dos paquetes de Mogul y se va, sin movimiento de cabeza esta vez. Yo compro mis dos paquetes de Lucky y una Stella y vuelvo a la PC.
Pienso, ahora, que no recuerdo con precisión nada que me hayan dicho a los tres o cuatro años. Pero pienso, también, que tal vez hoy, en la cola de un quiosco, dos personas ajenas modificamos el universo para que haya dentro de un par de décadas un loco con un rifle en un techo o un Kafka. O, por lo menos, alguien menos en una oficina.