domingo, 24 de abril de 2011

Undr

El monótono ronroneo del aire acondicionado, el pertinaz ruido del motor, la absoluta indiferencia de la ruta, la concertada simulación de la muerte de las cuatro personas que viajan conmigo (conductor aparte, naturalmente) en esta camioneta Renault de modelo desconocido para mí, las dos y media de la mañana de un sábado, donde todo lo peor ocurre, todo acentúa la misma sensación.

Anteayer por la noche salgo a comprar puchos, cae aguanieve, el frío es constante y mordiente, el aire se siente purísimo y el cielo está del color de un trapo de piso viejo. El dueño del hotel en el que me hospedo me da un par de indicaciones crípticas, a las que asiento con cara de Indiana Jones. Camino a la deriva, al salir del hotel, tratando de entender las señas. Hago, deshago y rehago un par de cuadras, cruzo una plaza, recorro una vereda alta y angosta llena de rosales y manzanos, golpeo la puerta de una casa como cualquier otra (en estos pueblitos del sur de Chile los locales comerciales no se diferencian en nada con el resto de las casas) salvo por el color ciruela de la puerta (esta es una de las indicaciones que sí recordé) y espero un poco (eran pasadas las diez) mirando como las nubes negras se remueven como el estómago de un dragón con indigestión.

Me abre un chico que no debe pasar de los trece y paso a un salón grande que hace las veces de quiosco y almacén (abarrotes, recuerdo), pintadas las paredes de un verde indefinido, con olor a comida recién hecha y a cosas viejas y sencillas y con mostradores y vitrinas antiguas y preciosas que se repiten en madera barnizada y vidrio transparente por toda la estancia. Noto, sin curiosidad, que hay un jugo que se llama Andina que tiene la misma font (imagino que debe proceder del mismo lugar) y la misma estética general que nuestro Cepita y pido tres paquetes de Marlboro común, porque no suele haber box y siempre me avergüenza hacer que otra persona me diga que no tiene algo. Me siento un idiota por no preguntar de entrada si acepta plata argentina así que decido comprar un par más de cosas que no necesito para que, en el caso de que lo haga, no fuera tan odioso que le pagara con cien pesos, que es lo que llevo encima. Sí, así funciona mi vergüenza. Agarro una lata de cerveza fría, le pido un par de Mentos de frambuesa y dos envoltorios de un bocadito dulce (Juvenil) porque me recuerda al de los Snickers.

- Va a llover tantísimo.

Me dice el chico (que ahora recuerdo pecoso, pero no estoy seguro de que lo fuera), en chileno profundo y superrápido, sin mirarme a los ojos.

- Parece, ¿no? – quiero que parezca que entiendo algo sobre el clima - ¿Nevará?

- No, que va. Ya nevó el miércoles. Esto será pura agua y viento.

- Ah, -digo- yo llegué el miércoles.

Recuerdo la nieve y sentirme un gil por emocionarme desde el micro mirándola caer mientras que el resto de la gente (tampoco éramos muchos) no demostraba ningún interés.

Ahí se muere la conversación. Imagino que no había mucho que agregar a mi llegada del miércoles para alguien a quien eso le importaba poco. La lluvia es un tema, sí, pero que yo hubiera llegado el miércoles naturalmente no. Cuando lo razono me siento zonzo. Saco los cien pesos y le pregunto si acepta plata argentina. Me dice que el cambio es 130, asiento sin tener ninguna convicción comercial sobre este intercambio en particular, agarro los 58 pesos de vuelto que me da, me calzo fuerte la capucha de la campera, hago un repaso rápido de lo poco preparado que estoy para enfrentar un aguacero, meto los puchos en los bolsillos de la campera y la plata y las cosas que no son la lata de cerveza en el bolsillo trasero del jean y abro la puerta.

Apenas piso la vereda irregular, el cielo se rompe en mil pedazos.

Corro tratando de subirme el cierre de la campera (cosa que es imposible) y esquivando las muchísimas manzanitas que inundaban las veredas. Termino corriendo por la calle, cosa que es más húmeda, pero menos engorrosa.

Llego a la plaza y me meto debajo del techo de un quinchito que protege a un perrito marrón y a dos mesas de cemento cubiertas con venecitas azules y blancas haciendo las veces de escaques. Siempre me gusta la visión del ajedrez, no importa como aparezca.

Saco los puchos y enciendo uno mientas, ahora sí, me cierro la campera.

Estoy poco más de medio pucho asombrándome y disfrutando la furia de la tormenta. Las imposibles figuras que arma el viento con el agua, la inevitable oscuridad, los ojos limpios e inmediatos del cachorro, mi fascinación con el viento básico.

Como suelen suceder las cosas, sin solución de continuidad, tengo un caballo a mi lado. Gigante, negro, con tiras de músculos por todo el equino cuerpo, la testuz salpicada de blanco y los orificios nasales humeando. Un hombre, chileno, alto y flaco con un bigote finísimo y el traje usual del campo de saca la boina empapada y la tira sobre una de las mesas de ajedrez. Estoy parado junto al caballo. Humea el frío del agua sobre el cuero caliente del caballo. El olor es ajeno, extraño, pero no desagradable. Tiene algo de elemental y algo de sexual. Reprimo el impulso de tocarle el cuello, que palpita, vivo él solo, a la altura de mi oreja izquierda. Doy una pitada larga y abro la lata de cerveza.

Miro la lluvia, le doy un beso frío y tímido a la lata. Pienso, irremediablemente, en Totoro.

- Menuda lluvia.

Me dice el jinete de bigote mínimo.

- Ahá.

Digo yo, tirando el pucho y pensando en prender otro inmediatamente.

- Porteño, ¿No?

Me gustaría usar el viejo orgullo de decir que soy de Ituzaingó, de usar la gastada estirpe del Oeste, pero es mentira. Soy de Buenos Aires, soy de San Martín, soy de Olivos, soy de ningún lugar.

- Sí. ¿Cigarrillo?

- Seguro.

Enciendo un Marlboro y se lo alcanzo. Pienso en ofrecerle cerveza, pero entiendo que no es correcto.

- Pocas personas te pasan un cigarrillo encendido. Es un rasgo poco común.

Yo suelo ser un boludo asombrable. La palabra rasgo me inquieta más que el lluvioso y nocturno encuentro.

No digo nada.

No decimos nada.

- ¿Cuándo llegó?

La lluvia no cesa. No aminora. No deja de ser bella.

- El miércoles. Con la nevada.

- Ah. Es raro. Hace muchos, muchos años que no nieva en abril. Es temprano para nevadas que no sean de cumbre.

- Este es un año raro para mí.

Digo, sin saber sinceramente porqué.

- ¿Y por qué se vino hasta acá? ¿Vino solo?

Doy un trago largo a la cerveza (que es sinceramente buena y lamento no recordar ahora la marca) y calo el cigarrillo mientras, ahora sí, toco, apenas, el cuello del caballo.

- Solo, sí. Vine a pasar mi cumpleaños. Es mañana. Me agarró la lluvia comprando puchos.

Lamento inmediatamente haber usando la palabra puchos, sin saber si la iba a entender, pensando en que sonaba impostado o, peor, canchero.

Sigo, para evitarme seguir pensando en eso.

- Tampoco esperaba que nevara para esta fecha.

- Una decisión rara, también.

El jinete pita el cigarrillo, se lo saca de la boca y mira el ascua, recuerdo puntualmente el momento. Recuerdo mirar al perrito, que el perrito me mire, el ruido del viento, la humedad en las zapatillas, lo frío de la cerveza, lo que dijo a continuación.

- Cuando uno espera o no espera, las cosas siguen sucediendo igual. Look in the calendar, and bring me word.

[cierto, por mis ojos]

El inglés es perfecto. Se come al chileno en todo. Mi asombro me hace sonreír.

El mínimo pero vertiginoso momento de asombro ulterior aún ahora, escribiendo, me maravilla.

Soy, para bien o para mal, borgeano. No puedo ser otra cosa, de la misma forma en la que no puedo narrar de otra manera ni puedo sacarme un sweater sin dejarlo del derecho. Shakespeare es una consecuencia inevitable, también, de la forma en la que estoy construído. Macbeth y Henry V son lecturas anuales (y tal vez aquellas que más me satisfacen), pero siempre hay lugar y ganas para algo más. En Enero leí Julius Caesar otra vez, tal vez la cuarta.

- I will, sir.

Digo, sonriendo con el pucho en la boca.

El chileno arroja el cigarrillo a la lluvia, que no amaina y me sonríe. Baja del caballo, agarra la boina, la estruja y me pide otro pucho.

Sube al caballo.

- Ojalá encuentre lo que busca.

- Ese es un deseo peligroso.

- Lo sé. Gracias.

Se va.

Me quedo un rato bajo ese techo, jugando con el vientre de la perrita (era hembra) y terminando la cerveza. El frío y la lluvia son una mierda, pero sólo cuando existe la opción.

Escribo todo esto como una nota en el teléfono, porque el monótono ronroneo del aire acondicionado, el pertinaz ruido del motor, la absoluta indiferencia de la ruta, la concertada simulación de la muerte de las cuatro personas que viajan conmigo (conductor aparte, naturalmente) en esta camioneta Renault de modelo desconocido para mí y las dos y media de la mañana de un sábado, donde todo lo peor ocurre, acentúan la misma sensación.

Y porque, a pesar de la misma sensación, la maravilla (la Maravilla) siempre existe.