martes, 22 de marzo de 2011

Tinta china


Hace unos días compré papel, tinta china, portaplumas y plumines. El sueño que sigue disparó esa desusada compra.

Hasta los quince dibujaba como un poseso. Luego esa necesidad, que era abrumadora, remitió hasta desaparecer. No voy a hacer un análisis de lo poco afortunado de ello.

Nunca dibujé a nadie. A nadie en particular, mejor dicho. Esta vez sí. Y me sorprendí. Dibujé lo que recuerdo, lo que me queda, lo que entiendo de alguien. Sin otro modelo que la memoria (que es mucha) y sin otra herramienta (además de las obvias) que la urgencia extrema de hacerlo. Pensé que iba a ser liberador (como muchas otras cosas que pensé que iban a serlo) pero no funcionó de esa manera. De todas formas fue toda una experiencia. Estoy, aún, sorprendido con ello.

Luego, ahora incluso, volví a lo que siempre me calmaba de chico, con la palma de la derecha manchada de negro, hojas por todos lados y miles de idas y vueltas: dinosaurios anegados de escamas, astronautas y cosmonautas aislados entre excesivas estrellas, robots rígidos con esa adoración vintage por las cintas magnéticas y los heterogéneos botones y antenas, gente con la cabeza en llamas, bichos abisales plagados de ojos ciegos con múltiples pinzas, símbolos astrológicos, ojos gigantes con piernas pequeñas, quimeras, esfinges y tipos con capa y spandex que, oh, claro, no se equivocan nunca.

***

The single biggest problem in communication is the illusion that it has taken place.
- George Bernard Shaw

Es, indudablemente, tinta china. Es, también, un paisaje lunar. Blanco sobre negro, horizonte plano, vasto, salpicado de cráteres, dilatado en un montón de nada silenciosa. Es, también, el trémulo sueño de anoche. O de hoy, siempre los sueños son de hoy.

Hay, en la luna (o la Luna, no lo sé), un montón de piedras blancas, de agujeros blancos y de estrellas blancas que se recortan en el cielo de tinta china. Hay una sensación de iluminación por vela, de esmerada desprolijidad, de bordes imprecisos, de dibujo que se está reformulando segundo a segundo.

Hay un astronauta. Blanco y tubular. Parsimonioso y cabezón. Con las manos enormes y el visor oscuro, brillante y vivo como los ojos de una rata.

Es la imagen básica e infantil de un astronauta. El ideal sencillo: el casco gigante, los guantes excesivos, la mochila cuadrada, los muchos bolsillos, los innumerables cierres y pliegues, la placa del pecho desbordada de botones y leds.

El astronauta, naturalmente, soy yo. Camino por la superficie de tiza y agujeros con lentitud, bueno, lunar. Me miro las manos, los desorbitados guantes: anverso, reverso, anverso, reverso, anverso. Me miro las manos, los desorbitados guantes: silencio, manos, silencio, manos, silencio.

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No hay sonido en este sueño. No suele ocurrir tal cosa.

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Voy, como en casi todos los sueños, hacia adelante, hacia el horizonte liso, hacia el mar de tinta china tachonado de estrellas que es el cambiante cielo de este sueño y de esta luna.

Hacia el horizonte, siempre, siempre liso, siempre adelante, siempre lejano. Silencio y pasos lunares. Silencio y manos grandes. Silencio y feliz expectativa. Llegar es accesorio, ir, en silencio, es satisfactorio.

Hay, al rato, otra figura allá. Otro astronauta. Más sencillo, de espaldas, sin casco. Menudo, casi otra mancha blanca descuidada que se recorta mínima entre tanto cielo de tinta china y estrellas. De espaldas, sin casco, con bufanda. Creo que sabe que estoy pero no termina de ponerse de perfil, por mucho que parezca que vaya a hacerlo.

Vacilo. Muy poco. Sigo. Empiezo a bailar el largo baile de aflojar las múltiples tuercas mariposa (sí, el diseño es de niño, más de buzo de profundidad de los 50 que de astronauta) que unen el exagerado casco con el traje.

Me acerco, aunque la figura no crece. Reconozco, ahora, también, las manos, que no usan guantes.

Termino con las tuercas, que caen sin ruido y con una mínima efusión de polvo en la yesosa superficie lunar. Me quito el casco. Se libera mi cabeza. Lo que emerge es mi cara, a los diez, luego, también, y también al mismo tiempo, es la cabeza de un pájaro. La cabeza despeinada (sí, son plumas, lo sé), pequeña, inundada por ojos y pico, marrón y blanca salpicada de negro, inocente y tonta, de una alondra. Miro de costado, muy de pájaro, ya estoy más cerca y abro el pico.

***

Hay veces (a mí me pasa con mucha frecuencia) en la que parece que, infinitamente pero sin concreción, alguien (y muchas más veces ALGO) está por decir una cosa. Algo importante, importantísimo. Urgente y, sin que la palabra suene mal, porque no debe de hacerlo, fatal. Me pasa con el paisaje. O un animal, o la lluvia, o un buzón rojo en una esquina. A veces me pasa conmigo y a veces me pasa con alguna gente. Parece que están (que estamos), infinitamente pero sin concreción, por decir algo. Algo que se estira hasta lo imposible y nunca sale. Algo que uno entrevé y casi entiende, algo que gravita fuerte en ese momento mínimo en el que estamos por comprender y luego olvidamos por completo. Repito: muchas veces me sucede con cosas. Cosas que están a punto de decir algo y no lo dicen nunca.

***

El pico se abre. La ínfima, la casi nunca vista lengua de los pájaros, se asoma y se esfuerza en el silencio absoluto, en lo negro absoluto, en la tiza y la tinta china. Nada sale. Nada suena. Nada digo. Nada trino. Pestañeo, perplejo, con mis enormes ojos de alondra, y luego entiendo.

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Despierto.

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Te dibujé y me sorprendí. No termino de entender el dibujo. No sé qué es lo que estoy viendo. No me reconozco como autor.
Pude haber intentado, como hace mucho tiempo, dibujarme con capa y spandex. Pero, lamentablemente, me equivoco mucho.