lunes, 30 de agosto de 2010

Rehearsal


Always speak the truth, think before you speak, and write it down afterwards.
-Lewis Carroll


-El tiempo es un cuervo que te rapiña la memoria.

Es un conejo, blanco, sólido, de una mirada intensa y roja, un poco triste y un poco antigua, el que me dice esto, desde una rama baja.

-En este momento, digo. Si tu presente es bueno, rapiña las bondades de lo anterior y te presenta las miserias de lo que dejaste, para olvidar el pasado. Si tu presente es doliente, rapiña los errores y las carencias, mostrando lo cálido, para que lo recuerdes. Sea cual fuere la situación, es errónea.

Tiro una piedra (negra, redonda, sólida, fría) contra unos de los muchos postes flacos y afilados que se alinean rayando de blanco el infinito espacio de pasto joven que se extiende delante de mí y del árbol que me cubre.

-De todas maneras, macho, estás en el peor extremo de la soga.

Alzo la cabeza y me pierdo en la anudada geometría de una rama que se bifurca en lo alto, con miles de pelitos dorados de sol quitándole contorno al verde de las hojas. Hay una oruga ahí, no más grande que un dedo, no menos antigua que las pirámides. No quiero escucharla.

-Si así fue, así pudo ser; si así fuera, así podría ser; pero como no es no es. Eso es lógica.

Las orugas no piden permiso para hablar.

-Claro.

Digo, con un intenso dolor en la parte baja del estómago y mil imágenes entre pecho y espalda.
Bajo la vista.
Pensar que desde chico fue siempre una de mis citas favoritas.
Ah, mierda… la angustia lánguida e impersonal puede llenarte como si no fueras más que un globo de piel, como si nada más existiera dentro de la prisión de tu carne. Odio esto. Odio el impulso de preservación de anular el pasado para poder continuar.
Una gota me lame la frente. No voy a mirar hacia arriba.

-Eso es lógica.

Busco otra piedra y se la tiro al mismo poste de antes. Lo hace estallar sin sonido alguno en una nube de tiza blanca.

-Ah, mierda…

Digo en voz alta.

El conejo enciende un pucho y lo cala intensamente.

-El dormir es un lujo de los niños, de los viejos y de los satisfechos.

Dice sin ninguna inflexión en su antigua voz de conejo.


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Despierto.


viernes, 13 de agosto de 2010

Ouroboros y Marlboros


Hace ya varios años (promediando el 2007), para probar otra forma de combatir ciertas urgencias de la mente y del espíritu, decidí tratar de narrar de forma ordenada el caos de un sueño particular (que avanzaba en una serie prolongada de sueños particulares y de los que depertaba con expectativas vagas que no sabía resolver) y pasarlo electrónicamente a texto pensando que, al exponerlo, se convertiría en eso, una narración, y dejaría de tener el poder que tienen los sueños.


El experimento, dadas mis limitaciones, tuvo un éxito modesto (los sueños no remitieron ni se vistieron de ovejas al verse disminuidos a la categoría de .doc) pero inició una serie de ejercicios que se prolongó en un medio que regalé al olvido hace bastante tiempo (este es el enlace de ese novel intento) y me apareó con otro propósito: juntar, también, sueños ajenos y hacer lo mismo. Durante un tiempo la idea tuvo cierta salud entre mis afectos y recibía textos, mails y charlas con sueños que pasaban por el tamiz de mi gusto y luego llevaba al Word. Este es un ejemplo acertado de tal hábito. Incluso hoy la casilla que servía para eso recibe, entre cientos de generosas ofertas para que pueda alargar mi pene, más desorden onírico y ajeno para ser escrito.


Hace, creo, año y medio dejé eso (hoy recorro el sitio y veo que hay muchas entradas sobre sueños, muchísimas) porque, como siempre, el mundo me comió ciertas inquietudes para reemplazarlas con otras y porque pasé de tener un sueño recurrente y que no encontraba forma de narrar (este sueño y esa frustración son un capítulo aparte) a no soñar más. Corrijo: a no soñar nada que me quemara para escribirlo. Y ahí quedó.


Tuve, en este tiempo último, un par de sueños que no comparten ni escenario ni actores. Que no están conectados salvo por el mismo sentimiento abrumador al despertar. Vuelvo, entonces, a intentarlo.


Hope is the feeling we have that the feeling we have is not permanent.

-Mignon McLaughlin


El tacto de la madera es gentil y nudoso.


Las manos son mías. No tengo forma de engañarme con eso. Son el rasgo que más distingo de mí mismo y el que más me agrada. Las dejo descansar sobre la firme mesa de madera oscura y áspera con cierta reticencia: tengo la mirada clavada en la azulada curva de la vena cubital y me distraigo con el viejo reloj de pulsera y el dibujo caótico del bello del brazo porque no puedo levantar la vista.


“Mierda”, pienso.


El rango de mi visión no alcanza el borde más lejano pero admite una sana porción de mesa noble y oscura. Ese espacio maderoso se llena con manos.


“Mierda”, pienso.


Las conozco, claro. Son pequeñas y frágiles, con las uñas mínimas pintadas con prolijísima falta de atención. Reconozco las cutículas y el anillo redondo. Las veo y pienso en calor y en miga de pan.


Se quedan ahí, relajadas, invadidas de dedos.


Las siento como una pregunta que no sé responder.


“Si esto fuera un libro”, pienso, “tendría muchas cosas que escribir sobre la forma en que las manos buscan a las manos”.


Las miro con fascinación y con ternura. Sé que sólo tendría que adelantar las mías para sentir el contacto de las yemas con las yemas. Para ejercer esa leve presión tan satisfactoria, tan entrañable, sobre las falanges. No puedo. Entrecierro las mías y siento crecer la angustia desde los apretados testículos hasta la boca del estómago.


“Si esto fuera una película”, pienso, “habría música ahora. Y me salvaría la vida”.


Giran las manos. La sensación de lo pequeño y de lo que debe ser protegido me anega como un agua espesa y dorada. Siento a mi sonrisa luchar por regir en mi cara. Siento esa satisfacción tan mía de entender lo que está bien y lo que debe ser hecho.


Abro mis dedos y me pierdo en la seguridad de saber que no voy a poder adelantarlos. De que no es correcto.


“Si esto fuera real”, pienso, “hablaría. Levantaría los ojos y dejaría que la sonrisa me coma la jeta. Diría que todo va a estar bien. Y sería verdad. Y podría quebrar esta inacción.”


Las manos se cierran y se abren. Pienso en pichones. Pienso en el cielo pampeano abierto, apenas salpicado de nubes, que disfruté en un viaje hace años y aún no olvido. Pienso en que las manos son compañía, en que son intimidad. Pienso en noches de tranquilidad, en el tacto de una espalda y en el tacto del cabello sobre una almohada.


Sí.


Adelanto las manos. El reloj se traba suavemente contra un nudo de la mesa, sorprendido por el quiebre de la inercia y dominado por mi torpeza. Los dedos avanzan con vergüenza pero con convicción.


“Si esto fuera un sueño”, pienso, “ahora despertaría”.


Despierto.