Esta nota va a estar "publicada"con su fecha original (octubre, 2008) y se saltea la forma en la que estaba importando las entradas a este medio.
Bueno, en realidad reactiva de manera no serial ese hábito porque lo había abandonado.
La rescato del limbo del 2008 porque hace un par de días en lo alto de la desvelada noche me crucé en la calle (en realidad fui bocineado por) con Nicolás y, como es inevitable entre personas que vivieron muchas cosas juntas y se alejaron, llenamos de pasado los huecos de la conversación sobre en qué estaba cada uno hoy por hoy.
La rescato porque sé que ahora ella está en Colombia y es una forma de mantener las piezas del rompecabezas de la vida medianamente a mano.
La rescato, también, porque si bien escribo muchas cosas incorrectas esta es una de las más sinceras y sentidas.
Bueno, en realidad reactiva de manera no serial ese hábito porque lo había abandonado.
La rescato del limbo del 2008 porque hace un par de días en lo alto de la desvelada noche me crucé en la calle (en realidad fui bocineado por) con Nicolás y, como es inevitable entre personas que vivieron muchas cosas juntas y se alejaron, llenamos de pasado los huecos de la conversación sobre en qué estaba cada uno hoy por hoy.
La rescato porque sé que ahora ella está en Colombia y es una forma de mantener las piezas del rompecabezas de la vida medianamente a mano.
La rescato, también, porque si bien escribo muchas cosas incorrectas esta es una de las más sinceras y sentidas.
No person has the right to rain on your dreams.
-Marian Wright Edelman
Este es un vómito que tengo atragantado desde hace un par de semanas.
Es mucho, mucho texto. Y corté todo lo que pude. Es un exorcismo, no hace falta que se le preste atención.
Sepan disculparme.
El sueño en sí mismo no reviste mayor interés.
Merece cierta mención la cuestión estética del mismo.
Sepan disculparme.
El sueño en sí mismo no reviste mayor interés.
Merece cierta mención la cuestión estética del mismo.
***
Visualmente es como un dibujo a lápiz. Mucho blanco de fondo y ágiles líneas en negro que dibujan a las cuatro personas y a los pocos objetos.
De fondo hay un ruido (¿sonido?) que es una rara pero confortable amalgama de mar nocturno y radio fuera de sintonía.
Cuatro personas, un metegol y tres paquetes de cigarrillos comprenden todo el mapeado físico de los escasos cinco minutos-sueño (no confundir con el minuto-vigilia) en los que se desarrolla la excursión onírica de esa noche.
***
Limitado, sí, a estar en la defensa, que es donde marco la diferencia, pero muy competente en esa posición (que a mi entender es la crítica) de todas maneras. Incluso a veces brillante.
***
Estoy jugando al metegol con tres personas que conozco, sonrisa de Cheshire enmarcando un Lucky que se consume con parsimonia y vago humo.
El metegol es el mismo que me conoció durante mis diecisiete y dieciocho, esperándome como una Penélope de fierro y cuatro patas cada día hábil luego de salir del secundario. Un metegol noble, sólido, amante de la pisada y la pavota, censor del molinete y el gol del medio. Un metegol de dos defensores, para el hábil jugador de abajo, no como esos metegoles de apocados, con tres defensores, chiquitos y enclenques.
A mi derecha está La-Que-Ya-No-Está (la relación entre mi Director de Sueños y La-Que-Ya-No-Está es como la que tiene Tim Burton con Johnny Depp, siempre le encuentra un lugar); frente a mí un amigo que, erróneamente como suelo proceder, dejé de ver por volverme un boludo ocupado e ingrato. Igual él no se fija en eso y sonríe cuando la tiene pisada en el delantero del medio y nos miramos sonrisa (delantera) contra sonrisa (defensora) cuando le toca definir y quiere cancherearme una definición ciega.
Estoy jugando al metegol con tres personas que conozco, sonrisa de Cheshire enmarcando un Lucky que se consume con parsimonia y vago humo.
El metegol es el mismo que me conoció durante mis diecisiete y dieciocho, esperándome como una Penélope de fierro y cuatro patas cada día hábil luego de salir del secundario. Un metegol noble, sólido, amante de la pisada y la pavota, censor del molinete y el gol del medio. Un metegol de dos defensores, para el hábil jugador de abajo, no como esos metegoles de apocados, con tres defensores, chiquitos y enclenques.
A mi derecha está La-Que-Ya-No-Está (la relación entre mi Director de Sueños y La-Que-Ya-No-Está es como la que tiene Tim Burton con Johnny Depp, siempre le encuentra un lugar); frente a mí un amigo que, erróneamente como suelo proceder, dejé de ver por volverme un boludo ocupado e ingrato. Igual él no se fija en eso y sonríe cuando la tiene pisada en el delantero del medio y nos miramos sonrisa (delantera) contra sonrisa (defensora) cuando le toca definir y quiere cancherearme una definición ciega.
La-Que-Ya-No-Está aprovecha este duelo para prenderse un Marlboro y acomodarse la musculosa.
La definición es defectuosa pero de todas maneras destila peligro. Demora una nada de tiempo más de lo conveniente y eso hace que la bola vaya muy hacia la derecha de mi arquero. Empujo el palo todo hacia delante y con el defensor derecho un toque inclinado hacia atrás mato la bocha y la llevo a la seguridad del fondo de la cancha para preparar el tiro desde abajo. La hago correr pegada a la pared trasera para pisarla con el defensor izquierdo (siempre pateé más fuerte con el izquierdo, mientras que el derecho es el sorpresivo que patea cuando parece que voy a moverla) ya que quiero sacudir un toque las cosas. Miro a mi delantera que, como marca el libro, levanta lo mínimo indispensable medio y delanteros, doy una pitada larga y dulce al pucho que se está quemando como el culo y busco la mirada del defensor contrario.
Es una cara que conozco. Femenina, clara, franca, alegre, con unas cicatrices que le tatúan toda la frente y la parte derecha de la cara.
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La definición es defectuosa pero de todas maneras destila peligro. Demora una nada de tiempo más de lo conveniente y eso hace que la bola vaya muy hacia la derecha de mi arquero. Empujo el palo todo hacia delante y con el defensor derecho un toque inclinado hacia atrás mato la bocha y la llevo a la seguridad del fondo de la cancha para preparar el tiro desde abajo. La hago correr pegada a la pared trasera para pisarla con el defensor izquierdo (siempre pateé más fuerte con el izquierdo, mientras que el derecho es el sorpresivo que patea cuando parece que voy a moverla) ya que quiero sacudir un toque las cosas. Miro a mi delantera que, como marca el libro, levanta lo mínimo indispensable medio y delanteros, doy una pitada larga y dulce al pucho que se está quemando como el culo y busco la mirada del defensor contrario.
Es una cara que conozco. Femenina, clara, franca, alegre, con unas cicatrices que le tatúan toda la frente y la parte derecha de la cara.
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En un lugar muy cercano, hace ya un tiempo considerable (recién estrenaban en TV Charlie’s Angels, Hitchcock dejaba un mundo más pobre al irse y un tal Miyamoto programaba el videogame de un mono que luego nos daría al personaje más conocido de la historia de los juegos), había una nena.
El pelo de un rubio rebelde, ganoso de hacerse pasar por paja o zanahorias jóvenes, según se le antojara. Tenía una sonrisa chiquita de dientes conejunos que se destacaba en una carita ovalada y desbordada de pecas. Gritaba (eso dicen) con unos pulmones envidiables y lloraba con énfasis. Tenía los ojos de un azul tan intenso que orillaba el negro. Del color que rodea a la luna en las noches donde las cosas buenas suceden con mayor frecuencia.
Se llamaba Melisa y era un buen nombre. Se lo había puesto su papá y, junto con un par de Polaroids que se habían mojado con café con leche y la incómoda sensación de los recuerdos cuando están muriendo desangrados, era lo único que le quedaba de él. Un día como cualquier otro agarró el Taunus rojo y dejó de ser. Mamá empezó a trabajar casi todo el día y a fumar y a cansarse cada vez más rápido. Del esfuerzo y de Melisa. Compartían una casita linda e incómoda que vendieron para mudarse a una casita menos linda e igual de incómoda.
Todas estas cosas las supe cuando comprendimos juntos, entre tragos y pitadas, que las infancias similares que tuvimos aunque sonaran tristes estaban plagadas de múltiples rasgos en oro y plata que no todos los demás tenían para apreciar o entender. Que disfrutamos de la magia de hacernos solos cuando chicos y de lo fuerte que eso te hace.
Melisa meditaba su diaria soledad a todo llanto en la casa desierta a veces y a veces con la ausente presencia de alguna rebuscada tía o de su abuela (que tenía pelos en la cara y olía a ropa mojada) y su mamá lloraba su diaria soledad muy, muy en silencio y muy, muy dentro en las noches en la cocina de azulejos cremitas con guarda bordó.
Una noche como casi cualquier otra mamá se quedó dormida apoyando la cansada cabeza en la mesita de fórmica de la cocina (llegaba a casa a las diez y media cuatro de los seis días que trabajaba) y la olla de los fideos empezó a bailar el impaciente baile del hervor. Melisa, sabiendo el ritual culinario de memoria, de tanto ver a mamá hacer fideos, sacó el colador de debajo del mueble de la pileta, se subió a una sillita y lo acomodó con pericia en la bacha de acero inoxidable. Luego, con manitos del tamaño de un Jorgelín triple, se dispuso a maniobrar con la olla llena de cintas de espinaca.
Mamá se despertó con un moco en el antebrazo y un miedo instintivo y horrible (ese que te hace que la saliva tenga sabor a clavos oxidados) cuando sintió y escuchó como la cocina se inundaba de agua hirviendo, cintas de espinaca y los espantados gritos de su nena pecosa.
Melisa era grito y carne roja. Los ojos gigantes y llenos de lágrimas y las manitos sacudiéndose espasmódicamente.
Para no ser el noticiero de Canal 9 voy a decir que Melisa salvó esos enormes estanques azul oscuro de milagro, que el pelo le creció con fuerza otra vez y que un par de operaciones (no eran esos tiempos cirugías estéticas descartables como los de hoy) le dibujaron sobre la mano derecha y el rostro el libro que todos los chicos y chicas leyeron con perversa curiosidad durante su torturada primaria y su asombrada secundaria.
Ese día, es obvio, cambió su vida. Melisa ya no lloraba, ya no se quejaba. Melisa jugaba y crecía. En lugar de huir y esconderse ponía le jeta en todos lados y hablaba más que nuca y con todo el mundo. Lloraba, claro, cuando se quedaba sola, ya que no era tonta. Evaluaba a la gente y a ella. Sabía. Pero igual iba para adelante.
La primaria terminó y ella se fue modelando como adolescente y estudiaba en el Emilio Mitre, de San Martín.
Allí adentro supe de ella. Yo no iba al Mitre, pero conocía a varios flacos de ahí y jugaba al fútbol e iba a ver a Todos Tus Muertos con ellos.
Siempre fui bueno para lastimar con la boca. Y en ciertas crueles ocasiones, muy bueno. No es algo que me produzca orgullo. A veces ni siquiera sé cuando soy un agresor. No es un mecanismo de defensa ni ninguna otra boludez de esas que se inventan para justificar estas cosas. Soy un imbécil, plano y llano.
Melisa tenía unas gambas y un culo celestiales. Cincelados a mano por un talentosísimo Pigmalión que entendía mucho de ojetes femeninos. Cuando me la presentaron ese fue un rasgo en el que reparé, naturalmente. Yo tenía dieciocho años y testosterona para exportar a todo el Mercosur. Y cuando se hubo ido ese día le comenté a Nico, que fue quien nos metió el uno en la vida del otro: “Que pavito que tiene Niki Lauda, ¿no?”. Un imbécil, sí señor, no hace falta que nadie agregue nada. Y no aprendí casi nada desde ese momento hasta hoy. Tampoco me bajó mucho la testosterona. Y, para mejorar más mi performance de ese día, desde ese momento en adelante, Melisa pasó a ser Niki.
Genial.
Fernando Urralburu, sorete profesional, mucho gusto.
A pesar de todo (ella sabía que yo era el doctorado en Ingenio Cruel que la había rebautizado) Melisa me hizo parte de sus cosas, que fueron las Cosas-de-Todos en ese grupo y ese tiempo. Y no sólo eso: me hizo notar, con nobleza, que era una piba fantástica. Gamba en el frío y en el dolor, fuerte para la bebida blanca y elástica para el pogo. Gran conversadora, muy mala cocinera y sospechosamente masculina al escupir y jugar al metegol con asombrosa habilidad. Y no sólo eso: me quiso, mucho y sin saber, como se quiere a los dieciséis.
Hablábamos mucho, compartíamos nuestras cosas, siempre supe que ella me quería.
Yo sabía eso porque ella me lo dijo, de la misma manera que sabía de su dolor al no ser querida en el plano físico. Sabía de las frustraciones, de los llantos, de las vergüenzas. Melisa era frontal.
Yo no. Soy un cagón. Siempre esquivé, sabiendo que ella sabía, que ambos sabíamos, cualquier tipo de opinión en ese aspecto.
Yo no. Soy un cagón. Siempre esquivé, sabiendo que ella sabía, que ambos sabíamos, cualquier tipo de opinión en ese aspecto.
A pesar esto nos compartimos con placer. La vida siempre fue más que generosa al repartirme las cartas de los amigos y los amores. Y a pesar de las manos que tuve siempre me las ingenié para jugar como el culo.
Yo sabía, como lo sé ahora, de la misma forma clarísima en la que lo sé ahora, que ella era una mujer hermosa. No voy a lo cursi de la belleza interior y esa mierda.
No, era hermosa por aguante, por fuerza, por recitar de memoria a Emerson, porque se reía hasta quedarse sin aire, porque tenía unos ojos increíbles, un vientre plano y un culito digno de una gráfica de Reef.
Tenía, también, algo que no hay que tener en la adolescencia: una diferencia. La quemadura estaba tan presente entre todos nosotros que incluso recuerdo haberle tomado la mano en dos ocasiones y que ambos nos sorprendiéramos.
Una de las últimas noches que compartimos fue una fiesta en el mismo Emilio Mitre. Un baile por no recuerdo que motivo. Una barra improvisada, algo de música y gente saliendo para fumar y entrando para tomar. Yo no había tomado nada esa noche. Le había dado unas pitadas mínimas a alguna cosa en las hamacas de la plaza de al lado y había entrado para despedirme e irme a casa.
Cuando me estaba yendo la vi de espaldas, en el pasillo a medio iluminar, mirando a través de un gran ventanal el patio entero. Me acerqué sin dejar de verle el traste y a unos dos metros le dije en voz alta que me iba a casa, porque estaba cansado.
Ella se dio vuelta y me abrazó. Creí en ese momento que había estado llorando. Hoy no pienso eso. Me abrazó fuerte y femenino, como a uno le gusta ser abrazado. La cabeza contra el pecho y la ingle con la ingle. La abracé y sentí calor, vértigo y miedo. Ella levantó la cabeza y me miró. Creo que dijo mi nombre, pero no lo sé con certeza. Por unos instantes todo el aire se perfumó con el dulce olor a Beldent de menta y sexo que sólo existe a esa edad (bueno, tal vez el estándar haya cambiado de ese día a hoy), ella dieciséis, dieciocho yo. La abracé lento y le acaricié con mi habitual torpeza romántica la espalda y el nacimiento de la nuca. Sentí los pechos tímidos contra mis costillas. Sentí calor y vértigo y miedo. Deseo. La quise.
Pensé en los chicos del grupo, en la quemadura, en mí y en una piba que me gustaba en ese momento y nunca tuve.
Pensé en los chicos del grupo, en la quemadura, en mí y en una piba que me gustaba en ese momento y nunca tuve.
Pensé en el que dirán.
Le di un beso en la frente, sentí el relieve rugoso de la quemadura de tanto tiempo atrás, le sonreí con mi mejor Sonrisa Hipócrita (R) y le dije que me iba a casa, que lo pasara lindo.
Volví caminando, no más de veinticinco cuadras. Y me odié todo el camino. Me odio ahora. Esa noche, igual, dormí como un bebé.
Me vi con el grupo del Mitre asiduamente durante unos dos meses más y luego la vida nos separó. Con ella no volví a hablar de esa noche nunca. Dejamos de llamarnos por teléfono para ver como andábamos alrededor de un año después.
Vuelvo al sueño.
***
Es una cara que conozco. Femenina, clara, franca, alegre, con unas cicatrices que tatúan toda la frente y la parte derecha de la cara.
Melisa me guiña el ojo y me tira un beso. Doy otra pitada profunda, balanceo largo el palo de los defensores y le doy con alma y vida a la bocha.
***
Este sueño lo tuve la noche anterior a ir al traumatólogo en el centro de San Martín, una mañana diáfana y plena de sol.
Para aprovecharla decidí volver a casa caminando y visitar la plaza. Decidí caminarle alrededor, hacía mil que no andaba por Plaza San Martín.
Saqué fotos, compré garrapiñadas y me fui para donde están los juegos.
Me senté con el culo en la arena a comer la garrapiñada y no pude dejar de observar a una flaca que hamacaba a una nenita muy linda, con unos rulos inmensos y naranjas y la cara asaltada por pecas. Una mujer delgada y elegante, con unas piernas que se recortaban deliciosas contra el sol. Me colgué mirándola hasta que me di cuenta de que ella también me miraba. Pensé en que había cometido el más básico de todos los errores tácticos de la observación de mujeres y me paré incómodo cuando se fue acercando.
“¿Semi?” dijo.
*sorpresa mayúscula*
Encima yo tenía el sol en contra.
“Sí…” dije, inconsistentemente.
Sonrisa. Ahí tendría que haberla sacado. Tenía esa horrible sensación de saber que no sé algo que sabía.
“Soy yo…”
Hice un vago ruido que quiso parecer inteligible mientras que ganaba tiempo guardando la garrapiñada y pensando a toda velocidad.
Me mira.
“Melisa…”
Creí que iba a explotarme el cerebro… no recordaba a ninguna Melisa que se acercara a los veinticinco que es lo que le calculaba a Miss Mamá Rubia Zarpada.
Le sonreí con mi mejor Sonrisa Hipócrita (R) -pelotudo, mil veces pelotudo- y esperé.
“Niki.”
Muchas veces me sentí horrible, quise no estar donde estaba y que el mundo se olvidara de mí y aparecer luego de un tiempo. Esa fue una de ellas.
“Niki.”
Muchas veces me sentí horrible, quise no estar donde estaba y que el mundo se olvidara de mí y aparecer luego de un tiempo. Esa fue una de ellas.
Hablamos no más de cinco minutos, ella está casada, su nena se llama Dana (y es un tornado naranja y rosa) y está viviendo a dos cuadras de la plaza. Su esposo es un colombiano que conoció en la UBA.
Está preciosa.
Sólo sabiendo como sé (como recuerdo ahora) en donde estaban sus cicatrices se puede llegar a ver algo del viejo mapeado de la cara de Melisa.
Y está preciosa sin tener en cuenta esto último.
Radiante.
Trato de no preguntarle nada, pero evidentemente se me nota y me cuenta que no hace mucho más de un año que se operó, regalo de la familia de su marido. Me muestra la mano y sonríe.
Me siento miserable. En ese momento y ahora.
Intercambiamos dos o tres formalidades más y nos despedimos sin la hipocresía de anotar números de celular o formular compromisos que sabemos que nunca cumpliremos.
Volví, como me había propuesto, caminando a casa. Me odié todo el camino. Y esa noche no pude dormir como un bebé.
Y necesitaba sacarme esto de adentro.